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Aquí les cuento algunos de los secretos que pude descubrir sobre este plato comunitario, que nació en las zonas rurales de Valencia, España.

Todo lugar del mundo por donde andemos, tiene sus platos o bebidas típicas que son materia de orgullo regional. Al andar viajando y recorriendo distintos lugares, debemos ser cuidadosos de nuestras expresiones, que pueden molestar a los lugareños. Por eso, si nos damos una vuelta por Valencia debemos evitar pedir “paella valenciana”, ¿Por qué?, porque la paella “es” marca registrada valenciana.

La Paella entra por el olfato, eso lo sabe bien el Gourmet. Enfrentados a una “paella”, aspiramos profundamente el aroma que despide de sabor y colorido tan contundente, del azafrán, del aceite de oliva, con un toque de olor a naranjas. ¿Saben por qué?, porque la autentica “paella”, según parece, se debe cocinar al fuego de leños de naranjo, un típico cultivo de la zona, lo que dio origen a una tradición distintiva de la región.

El Gourmet, aprendió que no debemos confundir en “paella” a lo que comemos y en “paellera” el recipiente empleado para su elaboración; los valencianos se sentirán ligeramente molestos. Su nombre “paella” proviene, del recipiente llamado paella, que en la lengua valenciana, significa sartén.

Por ende, “paellera” debería ser el adjetivo que denomina a la mujer que cocina la “paella”. El Gourmet, sabe además, que así como en Argentina el “asado es cosa de hombres, en Valencia, la autentica “paella”, como la tradición manda, también.

Este plato nació en las zonas rurales de Valencia hacia el siglo XV. Como las zonas de labranza estaban lejos de los caseríos, los agricultores estaban obligados a pasar todo el día en el campo, e incluso en ocasiones hasta hacer noche en el propio cultivo. Entre los utensilios, solían portar una sartén grande y aplanada, y sin mango, a los efectos de no perturbar las ya inestables cargas que llevaban sobre las bestias. Como es de imaginar, el único alimento que llevaban era el arroz y el tradicional aceite de oliva de la región. Una antigua tradición les había legado un plato sencillo pero reconfortante: el arroz caldoso. Sobre esa base de cocción, con imaginación y no poco esfuerzo, sumaron piezas de caza, como aves, conejos o liebres. Esta mezcla, más una pizca de sal y un toque del noble azafrán harían el milagro del sabor, el color y el aroma.

Este exquisito plato, nació, alla por el siglo XV, en la zona rural de Valencia. Como toda zona rural, lejos de los caseríos, los trabajadores estaban obligados a pasar gran parte del dia, incluso hasta de algunas noches, lejos de sus hogares. Obligados a solo lo imprescindible entre sus utensilios, solían llevar una sartén grande, aplanada y carente de mango, para no molestar a los animales con las cargas que llevaban sobre ellos.

Como los hombres eran los encargados de rastrear, cazar y faenar las piezas, no tardaron en asumir, además, la mezcla y cocción mientras las mujeres se abocaban a preparar los tradicionales dulces valencianos. De ese antiguo ritual, el hombre valenciano heredó el deber y orgullo de ser "el paellero oficial"; y así como en la Argentina, el asado es cosa de hombres, también la paella adquirió ese sello. Como sospecha y con razón El Viajero Ilustrado, hoy los hombres transmiten a sus hijos varones algunos de tantos secretos que hace a cada paella singular y deseable.

A poco de andar, las paellas fueron incorporando nuevos colores y texturas siguiendo el devenir de las estaciones. Al tomate y las judías verdes —de las que en Valencia hay tres variedades y que llaman respectivamente "tabella", "rotjet" y "ferraura"—, le suman, cuando hay, garrofó, una variedad local de alubia; y entre los condimentos, el pimentón dulce vino a sumar ese toque intenso para disfrute de las carnes. Según la temporada, también se pueden incorporar corazones de alcaucil —que aquí conocen como alcachofa— y, en otras regiones, suelen sumarle guisantes.

Cuando esta tradición llegó a las costas, los pescadores incorporaron lo que tenían más a mano, es decir los mariscos. Entre su generosa familia, los valencianos eligieron los calamares, el mejillón, la sepia y un pequeño crustáceo muy popular en Valencia, la clotxina. Luego, la generosidad del mar invitó a sumar gambas, cigalas, langostas y almejas; es decir, todo bicho que camina, vuela o nada va a parar a la paella.

En su peregrinar, El Viajero ha aprendido que cuando dice arroz, dice muy poco, pues en Valencia hay una variedad inmensa de arroces y no todos van a parar a la paella. Dicen los paelleros expertos, que el mejor arroz es de Calasparra, una región de Murcia. Y entre las recomendaciones básicas que El Viajero está autorizado a divulgar, se pueden mencionar: con un kilo de arroz, que debe cocinarse en dos litros y medio de agua, comen unas 10 personas. Cuando la paella es de pescado o mariscos el agua donde se cocinan no se usa para rehogar el arroz sino para añadir en caso de que haga falta durante la cocción. Como la leña de naranjos no abunda, se debe prestar atención al fuego. Los primeros diez minutos se cocina con fuego fuerte, luego se baja a fuego suave. El arroz, se sabe, debe quedar entero, seco y suelto, allí se apaga el fuego y se lo deja reposar cinco minutos sobre una bayeta húmeda.

El Viajero Ilustrado sabe que el arroz no debe ser removido durante la cocción y que la parte más deliciosa es precisamente lo que queda pegada al fondo, que adquiere un tono acaramelado y de consistencia crocante.

Como la paella ha sido un plato y un ritual comunitario, no es extraño que El Viajero deba compartir una mesa donde se coloca la paella al centro. El paellero divide la paella en partes iguales y cada comensal se aboca al disfrute casi sensual de esa comida pictórica, arcana y esencialmente valenciana.

 






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